Herencia y memoria, implicaciones para la vida
Hay experiencias que marcan un antes y un después en la vida de una persona. Algunas nos transforman en silencio; otras nos toman por sorpresa. En mi caso, hablar de la muerte no es una elección académica ni un interés pasajero; es una vulnerabilidad que me llevó al estudio y se transformó en propósito.
Dora Consuelo Rozo C.
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Hay experiencias que marcan un antes y un después en la vida de una persona. Algunas nos transforman en silencio; otras nos toman por sorpresa. En mi caso, hablar de la muerte no es una elección académica ni un interés pasajero; es una vulnerabilidad que me llevó al estudio y se transformó en propósito.
Dentro de las experiencias que nos acercan a la muerte, me es imposible pasar por alto los episodios de la historia de Colombia que me tocaron como adolescente. Fueron parte de una atmósfera social cargada de temor, silencios y despedidas abruptas. El miedo a la muerte ya me habitaba desde niña, pero cada evento que marcaba la historia del país amplificaba ese miedo dentro de mí.
Ese miedo irracional me llevó a estudiar e indagar en búsqueda de comprender qué era lo que realmente me pasaba y cómo afrontarlo. A ese sentir se unían muchas preguntas: sobre la vida, la muerte, la sociedad, y sobre por qué habría que vivir entre fuego cruzado.
Hoy, después de más de dos décadas acompañando procesos de duelo e investigando sobre las huellas energéticas de la muerte y el tránsito del alma, puedo decir con claridad: el problema no radica en morir. Morir es un proceso natural, profundo y trascendente. Lo esencial no muere, y el alma continúa en un sendero evolutivo que no se detiene.
Pero el cómo se muere, ese sí nos implica a todos: a quienes parten y a quienes se quedan.
Una muerte serena, consciente, compasiva, abre el camino; permite un tránsito íntegro, donde la energía se desprende sin resistencia y el alma avanza en su proceso.
Diferente es, la muerte que ocurre entre el miedo, la negación, el apego o cuando se dejan asuntos sin resolver. A veces la persona no logra desprenderse y esa energía detenida, retrasa el camino de quienes se van y alarga el dolor de quienes quedan.
Pero hay muertes que dejan huellas más profundas y complejas: las muertes violentas. En estos casos, no solo se apaga una vida sino que se desgarra el cuerpo energético dejando heridas individuales y colectivas.
Las consecuencias se manifiestan en el cuerpo, en las emociones, en la salud mental, en la forma de relacionarse con el mundo y esto no sólo afecta a quienes fueron testigos o familiares directos, sino a quienes han sido verdugos.
En países como Colombia —donde la muerte ha formado parte de la vida cotidiana durante décadas— es común no saber que el dolor que llevamos dentro no nos pertenece solo a nosotros. Es una herencia no resuelta. Una impronta que sigue vibrando en la memoria ancestral, en el inconsciente colectivo, en la identidad cultural.
En las muertes grupales —masacres, actos de guerra, exterminios— el impacto va más allá del individuo: nos implica como sociedad, como cultura, como país. Todo un pueblo puede quedarse atrapado en una dimensión de duelo incompleto, esperando la despedida.
Los que nos quedamos cargamos entonces el peso de la historia y, al mismo tiempo, la responsabilidad de transformarla, si de verdad anhelamos vivir como una sociedad adulta, consciente, responsable y genuinamente libre. Necesitamos mirar de frente esas huellas, nombrarlas, comprenderlas, sanarlas y trascenderlas.
No abordo aquí el profundo drama que dejan las desapariciones, porque su impacto tiene dimensiones tan vastas que requieren un espacio propio. Las desapariciones son una herida abierta en el alma de un país, una forma de muerte suspendida en el tiempo.
Hoy puedo decir que mi trabajo —acompañando duelos, explorando la muerte desde la energética humana y el tránsito del alma— nace también de ese camino personal. Del deseo profundo de que podamos reconciliarnos con la muerte, no para usarla como salida “fácil”, sino para entender nuestro paso por la vida.
Las huellas de la muerte son profundas, pero también son puertas: hacia la conciencia, hacia el amor que no se pierde y hacia lo esencial que no muere.
Dora Consuelo Rozo C.
Noviembre 17 de 2025
